Estos días ando todo preocupado consultando vuelos, y dejándome el cuerpo en vender el alma a la aerolínea más barata. ¿La razón? Que con un poco de suerte me voy a Bochum (Alemania) este verano. Con todo esto me ha venido a la mente el asunto de la Erasmus, pero como diría mi amigo Michael Ende, "eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión...".
El caso es que frente a mi odio a todo este papeleo, esta burocracia, este rebuscar, comparar, reservar y pagar, surge una hermosa contradicción, por el lado romántico (y fácil, claro) del asunto: mi amor por los aviones, y sobre todo por los aeropuertos. Y es más mi aprecio por los segundos que por los primeros, aun cuando ambos son símbolo de lo mismo, e incluso mis queridas terminales lo son en menor medida.
El aeropuerto, siempre sereno pero siempre ajetreado, siempre espacioso y siempre cambiante, es, para mí, espejo del contraste entre la pasividad de las cosas y la fugacidad de la gente. El aeropuerto es viaje, es nuevas puertas y nuevos destinos. Es, en definitiva, el más estático símbolo de todo lo dinámico (y es quizá por lo radical de su oposición que lo prefiero a los aviones...).
Es cojonudo, coño.
lunes, marzo 27, 2006
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