
El café es terrible, posiblemente el peor de las 5 ó 6 cafeterías que rodean el campus. Siempre me cuesta entrar, porque es intolerablemente ácido; no amargo, ni fuerte, como un buen café con cuerpo: sólo ácido. La razón por la que sigo buscando ese sabor cada mañana se me escapa, y forma parte seguramente de un conjunto de motivaciones peregrinas y/o metafísicas que justifican ciertos comportamientos en mí.
El camarero me ve entrar cada día, se acerca un poco desde la barra, hace un gesto interrogativo con la cabeza y me dice:
– ¡Buenos días, socio! ¿Un cafetín?
– Sí, por favor.
– Marchando.
Tarda poco más de un minuto, y se acerca hasta la mesa a dejarlo allí, mientras dice (invariablemente): "Uuun cafetín por ahí". Yo le llamo por su nombre, por ejemplo cuando pago, y él responde siempre con socio, o amigo, o compañero. No sabe cómo me llamo, ni falta que hace. Al principio pensaba que él se sentiría más cómodo sabiéndolo, e imaginaba maneras de dejarlo caer en algún momento, pero luego me di cuenta de que nunca va a tener que enfrentarse a la violenta situación de necesitar llamarme por mi nombre y no conocerlo, después de tanto tiempo. Nuestra relación se enmarca en un ritual tácito e inalterable, que los dos respetamos con esa elegancia que también (o solamente) tiene el hombre de a pie.
Él sabe cuál es su relación con cada uno de los clientes que habitan esa hora aparcada al comienzo de la mañana –la rubia de la mesa de al lado, la señora gorda del fondo, el jubilado de la barra, el oficinista que se sienta a su lado leyendo el Marca–, y lo que puede comentar con ellos. Sabe a quién debe preguntarle por la familia, con quién bastará un simple "¿Todo bien?" al que responder con un latiguillo aséptico. Estos códigos tan personales, que él recuerda y maneja con habilidad por el bien de su negocio, se establecieron en algún momento que siempre queda lejos, y cristalizaron en su forma presente, de la que nunca van a salir.
Sé que nunca lo hará, pero el día que me llame por mi nombre le tiro ese café de mierda a la cabeza.
3 comentarios:
con miguel y conmigo tenía/tiene una relación un tanto "especial", éramos de los del "¿cómo va todo por ahí?" y a miguel siempre le tocaba (seguro que te lo comentó alguna vez) y nunca sabemos cuándo empezó ese palmeo en la espalda al entrar-toque de brazo al pedir-palmeo en la espalda al salir.
por cierto, los cafés, como las cañas, mejoran increíblemente cuandos los hace/las tira óscar.
ains georgie dann, me muero de ganas de un café de esos agrios y terribles con un pincho de lomo igual de agrio, igual de terrible e igual de adictivo.
Buenos días, archi.
Yo tampoco te llamo por tu nombre. Es otra de las pocas cosas que en vez de odiar, atesoras, ya lo sé.
Y estás en tu derecho, todos necesitamos esos insignificantes rituales que, al final, de insignificantes no tienen nada. Y eso es lo genial, ni motivaciones peregrinas ni metafísicas, sólo un pequeño placer que se desprende por inercia de la odiosa rutina.
Besinín
jajajajaja...
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